Despertó Walter en un mundo desconocido en pleno siglo XXII, un futuro que se revelaba ante sus ojos como un enigma desgarrador. Su coma prolongado se había convertido en una especie de cámara del tiempo, resguardándolo del auge y la caída de una humanidad que él apenas lograba reconocer.

Entre destellos de conciencia y la frialdad metálica que lo rodeaba, se dio cuenta de que el paisaje que lo abrazaba no era el hogar que recordaba. En ese despertar tardío, Walter, aún con los estigmas de la realidad difusa, se encontró con un universo saturado de tecnología desbordante.

Las máquinas, ahora omnipresentes, eran testigos silenciosos del drama humano, de una civilización que había entregado su destino a las mismas creaciones que alguna vez controló. La paradoja de su existencia lo envolvía.

Mientras él dormía, la humanidad tejía su propia tragedia. Para Walter, aferrado a recuerdos de una vida más sencilla, la magnitud de este cambio era inconcebible.

La conexión humana genuina que él recordaba se había desvanecido entre las sombras de dispositivos relucientes y realidades virtuales. En su despertar, Walter se veía a sí mismo como un forastero, un anacronismo en un mundo digital que no entendía.

La esencia de su ser resistía la vorágine tecnológica que lo rodeaba. ¿Cómo había llegado la humanidad a esta encrucijada? Esa interrogante resonaba en su mente mientras se enfrentaba a la paradoja de ser un hombre despierto en un futuro donde las maquinarias de su propia creación eran dueñas y señoras de un destino que, de alguna manera, había escapado a su control.

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