El noble empeño de ser cada vez más humano, sin duda, es el camino de una personalidad excepcional o de una santidad social, tratándose del bienaventurado José Gregorio Hernández Cisneros (1864-1919) quien comprende en medio de un país rural, famélico, enfermo y atrasado, lo que significa el “prójimo: es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar”; lo que realiza virtuosamente como médico que combina la técnica y lo espiritual, corazón y cabeza, esmero y desinterés. Y, a conciencia del paciente, decía: lo que usted tenga a bien dar; pronunciado así, con su ejemplaridad, “que el trabajo individual llevado con tesón y sin pretensiones figurativas o económicas, puede llegar a cambiar positivamente nuestra sociedad”.
En ese servicio fidedigno se hizo científico y catedrático y escritor (con conocimiento profundo de filosofía y teología) y miembro fundador de la Academia Nacional de Medicina; más, fue políglota (hablaba: inglés, francés, alemán, italiano, portugués, dominaba el latín, el hebreo) y amó el arte, como modo de vida que lo aproximó a la belleza celeste: era pianistas, pintor, buen bailarín, sastre de sus propios trajes, de una gran elegancia y de un alma inspirada… a imagen y semejanza de Dios. Estas grandiosas habilidades de prohombre que también serena amorosamente los ímpetus, práctica la contención de sí mismo y evidencia una extraordinaria humanidad; las habría heredado de la educación de sus padres: de don Benigno Hernández, el boticario del pueblo, la filantropía; y de la madre, doña Josefa Cisneros, un corazón devoto del Santo Rosario.
Devoción que distingue a José Gregorio del “evolucionismo”, que se asumía como verdad única, y que él concibe como parte de una Creación que no excluye lo extradivino (dogmas) de lo divino (sabiduría superior); y por lo que diría, verbigracia, que las causas descubiertas de una enfermedad no niegan la existencia de un conocimiento supremo, más profundo o al menos inalcanzable. Y de los dones del ahora beato, la sagrada admiración de sus pacientes lo concibió “angelical” y con vítores de santo de toda una sociedad, tras su partida, se fue haciendo familiar en Venezuela la petición milagrosa –a su nombre– y en islas Canarias hasta hacerse latinoamericana y universal con pruebas corroboradas por el Vaticano de ciertas curaciones que no tienen explicación científica.
El “médico de los pobres”, portante vívido de una abnegación cristiana, que pedagógicamente se siente en esta novela, es claro ejemplo, como afirma el Apóstol Santiago, de que “no hay fe sin obra y viceversa”. .